13 de Diciembre de 1914
A medida que el sol se deslizaba hacia el horizonte, tejiendo una manta de tonos dorados sobre el cielo crepuscular, Helga avanzó con paso firme por la calle Długa. El aire frío del invierno envolvía la ciudad, haciendo que cada aliento se convirtiera en una nube de vapor que se disipaba en el aire. Las suelas nuevas de sus botas resonaban en el empedrado desgastado, marcando su camino con un ritmo constante y determinado.
A medida que Helga se desplazaba por las calles de Łódź, podía ver la marca de la ocupación alemana en cada esquina. Los soldados y oficiales alemanes patrullaban las calles, sus uniformes grises y sus armas visibles en cada rincón. La ciudad, una vez vibrante y próspera, se había convertido en un campo de batalla, con edificios dañados y ruinas de guerra en cada esquina. Sin embargo, a pesar de la ocupación, el espíritu de resistencia de los lodzienses era palpable. Los obreros y los comerciantes continuaban trabajando y comercializando, escondiendo sus sentimientos de odio y resentimiento hacia los ocupantes. La vida cotidiana seguía su curso, pero con un subtexto de miedo y desesperación.
El frío del mes de diciembre se dejaba sentir en cada esquina, congelando el aliento de los transeúntes y cubriendo los tejados con un manto blanco de nieve recién caída. El viento gélido soplaba entre los edificios, llevando consigo el eco lejano de las fábricas en pleno funcionamiento.
Helga ajustó el cuello de su abrigo de piel, protegiéndose del frío que penetraba hasta los huesos. Sus ojos azules exploraban cada rincón de la ciudad, captando los detalles y matices que la hacían única. A su alrededor, obreros y comerciantes se apresuraban en sus quehaceres diarios, cargando mercancías y conversando en voz alta en polaco.
La luz mortecina de las farolas comenzó a iluminar las calles estrechas, proyectando sombras alargadas sobre el suelo nevado. A lo lejos, el sonido distante de una locomotora resonaba en el aire, anunciando la llegada de un tren a la estación central. En medio del bullicio y la actividad frenética de la ciudad,
Al doblar la esquina, un destello plateado captó su atención. Una figura encapuchada se mantenía erguida frente a una puerta entreabierta. Helga detuvo su paso, evaluando la situación con ojo crítico.
—¿Qué es lo que buscas aquí? —preguntó con voz firme, sin revelar sus verdaderas intenciones.
La figura encapuchada se giró lentamente hacia Helga, revelando unos ojos oscuros y penetrantes que parecían estudiarla con detenimiento.
—Veo que no eres una extraña en los caminos del ocultismo, Helga Müller —la voz era grave y profunda, resonando en el aire gélido.
Helga mantuvo su postura imperturbable, ocultando cualquier atisbo de sorpresa que pudiera traicionarla.
—¿Y tú quién eres para conocer mi nombre? —replicó con una calma aparente, aunque su mente trabajaba a toda velocidad para descifrar la identidad de aquel extraño.
La figura encapuchada se acercó un paso más, revelando un amuleto colgando de su cuello que emanaba un débil resplandor azul.
—Soy aquel que camina entre las sombras, aquel que conoce los secretos olvidados por el tiempo. La extraña figura se volteo y se alejo de la misma manera en la que llegó.
Helga, envuelta en una capa de color café que se mecía al ritmo de su paso y con un sombrero de ala ancha que ocultaba su rostro de los curiosos transeúntes, parecía una residente más de Łódź a primera vista. Sin embargo, aquellos que la observaban de cerca podrían detectar algo inusual en su porte: una elegancia innata que parecía fuera de lugar en aquel entorno humilde. Su silueta se recortaba contra el telón de fondo de edificios antiguos y callejones estrechos, creando una imagen de misterio y determinación en medio de la bulliciosa vida urbana.
Helga era una mujer de belleza imponente y cautivadora. Con cabello oscuro que caía en suaves ondas sobre sus hombros, enmarcando un rostro de facciones definidas y ojos penetrantes como el acero. Su piel pálida contrastaba con unos labios rojos como la sangre, que siempre parecían curvarse en una sonrisa enigmática. De porte elegante y esbelto, su presencia irradiaba un aura de misterio y poder, atrayendo las miradas de aquellos que se cruzaban en su camino.
Al llegar a una casa maltrecha en una esquina sombría de la calle, Helga detuvo su paso y observó la fachada con una mirada evaluadora. Las ventanas estaban cubiertas de polvo y los marcos de madera crujían con el paso del viento, pero había algo en la casa que parecía llamar su atención. Con un gesto de determinación, Helga subió los escalones de piedra y golpeó la puerta con los nudillos, esperando una respuesta.
Después de un momento de silencio, la puerta se abrió con un chirrido de bisagras oxidadas, revelando el interior oscuro y sombrío de la casa. Helga entró con una confianza sin reservas, cerrando la puerta detrás de ella con un golpe sordo. La oscuridad la envolvió mientras se adentraba en el interior, guiada por una intuición que la llevaba hacia su destino.
La casa, con muebles desgastados y paredes descascaradas que parecían contener historias olvidadas en cada grieta, estaba vacía y silenciosa. Aunque la atmósfera era opresiva y lúgubre, Helga no mostraba signos de incomodidad. En cambio, parecía estar en su elemento, como si estuviera acostumbrada a moverse en las sombras y los secretos de la noche.
Helga se acercó lentamente a la habitación oscura, su corazón latiendo con anticipación mientras se preparaba para lo que encontraría al otro lado. La puerta se abrió con un chirrido agudo, revelando una figura oscura sentada en una silla en el centro de la habitación, iluminada solo por la luz de la luna que se filtraba por las ventanas. Era Kamil, un miembro de la comunidad gitana que parecía haber estado esperándola.
Sus ojos se encontraron en la penumbra, y Helga pudo ver la chispa de conocimiento y entendimiento en la mirada del anciano. Sin una palabra, Kamil extendió una mano arrugada hacia ella, ofreciéndole una pequeña bolsa de tela cuyo interior dibujaba un brillo metálico.
Cuando Kamil, el anciano gitano, depositó la pequeña bolsa de tela sobre la mesa desgastada, su rostro adquirió una expresión de profunda concentración. Con un movimiento lento y deliberado, extendió su mano arrugada y la tomó con suavidad, de la misma forma en que lo hacía para leer las líneas de la vida en la palma de los demás. Sus ojos, que brillaban con la sabiduría de los años, se clavaron en los de Helga con una mirada inquisitiva, como si intentara adivinar sus más profundos deseos y miedos. «¿Quieres conocer tu futuro?», le preguntó con voz ronca, sin apartar la vista de ella.
Helga, manteniendo su compostura y con una expresión seria en su rostro, le manifestó a Kamil con voz firme y decidida que no estaba interesada en conocer su futuro a través de un adivino gitano. Su ambición y astucia la guiaban hacia objetivos más tangibles y materiales. Con un dejo de impaciencia en su tono, le reiteró que lo que realmente deseaba era recuperar el objeto que se encontraba en su poder.
Al tomar la bolsa, sintió su peso en sus manos, como si contuviera algo más que una pieza. La tela se deslizó suavemente entre sus dedos, revelando un cierre sutil pero resistente que mantenía su contenido seguro y oculto.
«Es la clave que buscas», susurró Kamil en voz baja. «Ten cuidado. No la abras hasta que estés con el dr Von Braun».
Helga se retira del cuarto, sumergiéndolo en penumbra y dejando a Kamil solo. Él entonces se percata de que ella está acompañada por una guardia compuesta por dos militares alemanes.
El encuentro con Kamil había sido una experiencia reveladora para Helga. Mientras caminaba de regreso a través de las calles oscuras y silenciosas de Łódź, se sentía más decidida que nunca a cumplir con la misión que le había sido encomendada. La bolsa que llevaba consigo parecía palpitar con un aura de misterio y peligro, y sabía que debía manejarla con extrema precaución.
A medida que avanzaba por las estrechas callejuelas, la ciudad parecía perder su vida, susurros y sombras acechando en cada esquina. Helga se mantuvo alerta, consciente de que no estaba sola en las calles nocturnas de Łódź. Los pasos de los transeúntes resonaban en la distancia, un recordatorio constante de que seguía siendo una ciudad desconocida.
De repente, un ruido entre los callejones la hizo detenerse en seco, se quedó inmóvil, escuchando atentamente mientras la oscuridad la rodeaba, sus sentidos alerta ante cualquier señal de peligro. Uno de los hombres que la escoltaban se adelanto a ella como protección, pero pronto se dio cuenta de que el ruido no era más que el eco distante de laminas y rocas cayendo a la distancia.
La noche se cerraba alrededor de Helga mientras recorría las calles adoquinadas de Łódź. El aire frío le picaba la piel y el viento helado le despeinaba el cabello oscuro. Sin embargo, ella no se detuvo, sino que siguió avanzando con paso firme y determinado. Su destino era la casa Kowalski, donde se celebraría de nuevo la victoria alemana en la toma de Łódź.
Helga subió los escalones de mármol blanco que conducían a la entrada principal de la casa Kowalski. La puerta, hecha de roble oscuro y adornada con un llamativo picaporte dorado, estaba custodiada por dos soldados alemanes. Su uniforme gris, perfectamente planchado, resaltaba su postura recta y su expresión seria.
Uno de los soldados la reconoció al instante. Le ofreció una reverencia formal antes de abrirle la puerta. «Frau Müller», dijo con un tono cortés. «Bienvenida a la celebración.»
El interior de la casa Kowalski era tan impresionante como su exterior. Las paredes estaban cubiertas con retratos antiguos y tapices de terciopelo rojo. Candelabros dorados colgaban del techo, llenando la habitación con una luz cálida y acogedora.
Helga se movió entre la multitud con gracia, saludando a conocidos y evitando cuidadosamente a aquellos que prefería no encontrarse. Aunque la atmósfera era de celebración, ella no podía evitar sentir una sensación de tensión en el aire.